Soy madrileño porque nací en la Sierra de Madrid. Soy más madrileño porque desde chico me trajeron a esta capital que olía a carbón de trenes, a tubos de escape y a largas, exhaustivas y redobladas jornadas de trabajo. Cambiar los valles de montaña por las calles llenas de zanjas abiertas para meter tuberías de gas, luz, agua, podía parecer un signo de gran modernidad, pero que conllevaba inevitables y altos costes personales.
Español no sé si soy, la verdad es que me siento más ibérico que español, algo así como parte ínfima de una gran Federación Ibérica, esa misma en la que creía Saramago y de la que han hablado de vez en cuando desde Pi y Margall a Unamuno, o desde Menéndez Pelayo a Oliveira Martins en Portugal.
Conviene recordar que Francesc Maciá proclamó unilateralmente la Republica Catalana en el marco de las Repúblicas Ibéricas. Los anarquistas siempre concibieron una Federación Anarquista Ibérica y hasta Primo de Rivera (el hijo, José Antonio, no el padre, el dictador Miguel), soñaba con una península con una sola bandera, la catalana, una sola capital, Lisboa y un solo idioma, el castellano. Un poco disparatado, pero Iberia al fin (falangista, eso sí).
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