Eso que denominan posthumanismo no es de reciente creación. Tiene a sus espaldas unas cuantas décadas en las que la ideologia del transhumanismo ha ido modificando nuestra forma de pensar, hasta hacernos creer que las limitaciones humanas son superables y nuestros cuerpos dejarán de tener límites siempre que aceptemos las transformaciones que nos proponen.
Las tecnologías que pretenden la mejora de los seres humanos sustentan y justifican, por ejemplo, la existencia y la elección de las técnicas reproductivas que cada cual quiera, especialmente si puede pagárselas. La promesa última del transhumanismo consiste en hacernos creer que podremos controlar nuestras vidas, nuestros cuerpos y nuestras emociones, hasta el punto de que la muerte se convierta en algo indefinido. Tal vez algo inexistente.
Todo programa innovador que se precie debe de tener un componente de digitalización. Muchos de los recursos y los fondos que vienen desde Europa, especialmente tras la pandemia, tienen que ser dedicados a nuevas aplicaciones, nuevas tecnologías, aprendizaje digital.
Es verdad que los beneficios no son pocos en la formación si partimos de que los gastos son menores con respecto a la formación presencial y que, en muchos casos la matrícula puede ser masiva. No hay costes de traslado, ni abultados gastos en materiales didácticos, alojamiento, etc.
El Estado de Emergencia de Salud Pública fue constatado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) a finales de enero de 2020. No había muchos casos, menos de 100 en el mundo y no había víctimas mortales fuera de China en ninguno de los menos de 20 países en los que había aparecido el entonces desconocido coronavirus. Parecía que todo venía de un lugar llamado Wuhan.
Llegó marzo y las investigaciones se centraban ya en conocer qué particularidades se observaban en este nuevo virus, cómo se difundía, qué diagnósticos podíamos utilizar, cómo podíamos abordar el problema clínico que podía producirse, o en un plazo medio, cómo disponer de tratamientos y sobre todo vacunas.
Hay quien formula la idea de que el buen algoritmo es el algoritmo bueno, mientras que otros no dudarían en formular que el buen algoritmo es el algoritmo muerto, el que no existe. A fin de cuentas todo termina dependiendo de quién define las preguntas y quién decide los resultados.
Así bien puede ocurrir que el interés general no sea mi interés personal. Por ejemplo, puede ser que para entender mejor el funcionamiento de una enfermedad haya que utilizar datos personales de los pacientes.
Entonces podríamos preguntarnos si esos datos sobre mi salud pueden ser utilizados por las instituciones para que entidades privadas los administren, investiguen y produzcan medicamentos que nos curen.
El poder de Los seres humanos, pretendemos demostrar nuestro poder, nuestra capacidad de crear, incluso nuevas vidas, a través de la técnica, de la tecnología. El problema es que la técnica no es inocua y puede ser fácilmente inicua. En todo caso no es neutra. Nunca es neutra.
Es más, tendemos a convertir la herramienta, el instrumento, la tecnología, en un valor en sí mismo, en el fin de nuestra existencia. Aquello que nos explica y nos proyecta hacia el futuro. Vivimos seducidos por la tecnología y la tecnología más moderna es la digital, la del manejo de los datos.
El dataísmo se ha convertido en la moderna religión, una filosofía de vida que se asienta en el uso del big data, la inteligencia artificial, el internet de las cosas. Una religión que conduce a sus fieles hacia el consumo programado y el individualismo. Pocos se preocupan de las consecuencias de cada decisión que adoptamos tomando en consideración tan sólo los datos simplificados sobre realidades mucho más complejas.
La digitalización, el uso masivo de las nuevas tecnologías, se nos suele presentar como un río de oportunidades para los pobres y para los países donde viven. Se supone que con menos dinero, menos inversión, menos capital, se podrán conseguir mejores resultados.
El uso de los teléfonos móviles y de las redes sociales permite crear circuitos comerciales apoyados en una publicidad y un marketing mucho más manejables y al alcance de personas corrientes. Bien utilizados pueden servir a los sectores más pobres para crear empleos y para montar pequeños negocios, a veces de carácter informal.
Cualquier empresa que se precie ha aprendido a confiar el crecimiento de su negocio a la correcta administración de los algoritmos por parte de asesores especializados en analizar datos, productos, servicios, procesos de comercialización y que orientan la presencia en redes sociales para producir ventas, comercio digital, para mejorar la reputación de la empresa, la opinión sobre la misma y, sobre todo, el número de transacciones comerciales.
Lo digital se ha convertido en la condición para generar plataformas en las que vender, comerciar, vivir. El producto perfecto de la sociedad de la abundancia que sólo piensa en el negocio y en su aceleración infinita para conseguir el aumento de las ventas, el posicionamiento de las diferentes marcas, el protocolo de servicios que se prestan a los clientes, la fidelización a base de captar información, opiniones, en torno a un aparente diálogo.
La pandemia nos ha puesto a los pies de los caballos de la enfermedad psicoemocional. Tras los confinamientos, las distancias sociales y otras zarandajas hemos descubierto que la profesión de psicólogo es una profesión de gran futuro porque, de una o de otra forma, todos andamos tocados.
Lo digital, a golpe de videollamadas y teletrabajo, de teleformación y servicios que sólo admitían citas telefónicas, o gestión telemática, nos ha demostrado que quienes no dominan estas nuevas tecnologías, no sólo no están a la moda, sino que viven al margen, en la cuneta, fuera de onda, solos, literalmente en otro mundo.
Las familias inmigrantes, las numerosas mujeres que viven solas, con o sin menores a cargo, las personas mayores en las residencias, o en la soledad de sus domicilios han vivido meses de angustia, dolor y, en muchos casos, miedo, inseguridad, incertidumbre.
Hermoso aquel poema de Gil de Biedma titulado Apología y petición en el que nos habla de la pobreza como un estado místico en este país de todos los demonios al que llamamos España. Un estado del cual nunca hemos salido, aunque los tiempos hayan cambiado.
Es cierto que hoy todos tenemos más, pero no por ello somos menos pobres, porque la pobreza es una medida relativa que establecemos en comparación con un entorno. En España se es pobre con mucho más de lo que en otros países del mundo te permitiría pasar por medio rico. Además, aunque todos tengamos más, es posible que las desigualdades hayan aumentado.
Nadie hubiera pensado hace muy pocos años, que la brecha digital fuera un asunto clave al hablar de la pobreza y la exclusión social. Es verdad que existían debates previos a la pandemia sobre la importancia de la alfabetización digital, pero ha sido el coronavirus el que ha situado el teletrabajo, el aprendizaje, la realización de un buen número de trámites administrativos, o la consulta con el médico a través de un ordenador, o un teléfono móvil, en una necesidad cotidiana.
Tener trabajo, obtener una ayuda, pagar una factura, comprar todo tipo de productos y de servicios, depende en muchas ocasiones de saber utilizar procesos digitales, sin los cuales se pueden perder oportunidades. Hasta una de cada tres familias españolas, según algunos estudios realizados durante la pandemia, afirma que ha perdido oportunidades a causa de la brecha digital.
Parece evidente que no es lo mismo haber tenido que afrontar procesos de aprendizaje online en una vivienda con ordenadores y móviles, que hacerlo en una familia que carece de esos recursos y cuyos miembros viven hacinados en pocos metros cuadrados. En 3l caso de la educación podríamos hablar de cursos perdidos a causa de la pandemia.