Llevamos más de tres años a cuestas soportando la enfermedad de la COVID-19, o del COVID-19. Años en los que hemos vivido una pandemia que ha justificado la adopción de medidas de confinamiento masivo, prohibiciones de viajes, uso forzoso de mascarillas, adopción del teletrabajo y uso indiscriminado de medios informáticos para realizar todo tipo de trámites.
Si queríamos jubilarnos, cobrar el paro, realizar una gestión bancaria, comprar, estudiar, mantener una reunión con los compañeros de trabajo, atender a un cliente y hasta tener una cita con un médico, no quedaba más remedio que tirar de portátil, tablet, teléfono, PC tuneado con cámara y micrófono y adentrarse en un mundo nuevo y desconocido.
Hay por la tele un mayor enfadado que se queja de que en las residencias, por lo menos en la suya, hay poca calidad y bastante escasez de las comidas, falta personal, no hay climatización en las habitaciones y la seguridad es poca. Y yo, al oírle, me digo que parece mentira que no hayamos aprendido nada tras el terrible golpe de la pandemia.
Las residencias de mayores de Madrid vieron morir a más de 8.000 personas en los años del COVID, el 15% de las personas que viven en residencias autorizadas por la Comunidad de Madrid. Tal vez no lo vimos venir. Tal vez nadie prestó atención a un modelo de gestión de residencias que acepta que la administración ahorre costes entregando la gestión a grupos privados, que hacen caja arañando los recursos mermados de la administración regional, que es la responsable de las residencias.
Las personas expresamos nuestro malestar de muchas maneras, en la mayoría de las ocasiones de forma y manera pacífica. Nos concentramos, nos manifestamos, escribimos quejas al Defensor del Pueblo, denunciamos ante los tribunales.
Eso es lo que hemos hecho cuando nuestras personas mayores han muerto masivamente en las residencias. Más de 41.000 en toda España, más de 11.000 tan sólo en Madrid y 7.700 en Cataluña. Nos hemos dirigido al Defensor del Pueblo, lo hemos llevado ante los fiscales, nos hemos manifestado y concentrado ante diferentes administraciones.
La Plataforma Social de Progreso de Madrid ha convocado una reunión para conocer el problema de la exclusión financiera y abordar las posibles soluciones. Durante el encuentro pudimos conocer la opinión de María Rodríguez, experta en consumo responsable, Julio Rodríguez, Doctor en Economía que ha desempeñado numerosos trabajos en el campo de las finanzas y la política económica y Rodolfo Rieznik, profesor de economía en la Universidad Pontificia de Comillas.
Se presentan miles de reclamaciones cada año que tienen que ver con la banca, en concreto más de 27.000, de las cuales la inmensa mayoría no llegan buen puerto. Incluso cuando se dirigen a organismos superiores, como el Banco Central, estas quejas terminan en los bancos no contestadas, o no solucionadas.
Nos lo avisó la ONU, luego el Defensor del Pueblo atendió numerosas reclamaciones y dirigió un buen número de recomendaciones a las Comunidades Autónomas, ahora es Amnistía Internacional la que alza la voz por esas 35.000 personas mayores fallecidas en residencias.
Decenas de miles de muertes, pero nadie es responsable y en las instancias judiciales se cierran los casos sin mucho ruido. No es que alguien tenga que pagar con cárcel, o con dinero, que bien puede ser que alguien debiera hacerlo, sino que en realidad nadie termina siendo declarado responsable de lo ocurrido, ni hay nada que aprender de cara al futuro.
La pandemia ha tenido algunas consecuencias positivas, por extraño que pueda parecer que de tanto desastre emane algo positivo. Quienes hemos padecido los procesos de confinamiento, amenazas de contagio, pérdidas de familiares y amigos cercanos, vacunaciones masivas, revacunaciones masivas, hemos recordado el valor de la vida humana y la importancia de la ayuda mutua y los cuidados de las personas.
Algo significará que una película como 100 días con la Tata haya merecido el Premio Forqué al Mejor Documental. Sin duda, se ha generado una cierta sensibilidad, probablemente transitoria, con respecto a las personas que viven en soledad, la carencia de asistencia y de cuidados absolutamente necesarios para mantener su calidad de vida.
Las pensiones han sido siempre un foco de debates en nuestra sociedad. Hay quienes creen que la primera huelga general en España, durante esta última etapa democrática fue aquella famosa del 14-D, aunque no sea cierto.
La Huelga General del 14-D de 1988 fue la huelga de la unidad de acción, la primera que los dos grandes sindicatos, CCOO y UGT, convocaron en España. Fue una huelga con mucha participación y sus resultados no fueron inmediatos pero situaron a los trabajadores y trabajadoras españoles en la agenda política.
Ha pasado lo más duro del invierno y en un lugar como la Cañada Real más de 7.000 personas, entre las que se encuentran cerca de 2.000 niñas y niños han padecido el corte de suministro eléctrico y, con ello, la falta de luz, la falta de calefacción, de frigorífico y todo tipo de aparatos que funcionen con electricidad. Pienso, por ejemplo, en la falta de clases, o la semipresencialidad en la asistencia a los centros educativos y esos chavales me parecen la clara visualización de la brecha digital y las desigualdades educativas.
Sin embargo, la Cañada Real es, tan sólo la punta del iceberg de la pobreza energética en Madrid. Recientes informes elaborados por investigadores del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y la Universidad Politécnica de Madrid (UPM), revelan que son los distritos periféricos como Villaverde, Vallecas, o San Blas, los que presentan un mayor porcentaje de habitantes en riesgo de sufrir pobreza energética.
En la capital hasta un 6% de la población se encuentra en una situación crítica, es decir más de 215.000 personas. Son los barrios de aluvión, surgidos durante el franquismo para alojar la inmigración de otras regiones de España, los que presentan peores calidades de construcción y las rentas familiares más bajas, con lo cual la ineficiencia energética se multiplica, tanto en los edificios como en las instalaciones de calefacción.
La primera oleada de la pandemia hizo que nos diéramos cuenta de la terrible vulnerabilidad de nuestros mayores y especialmente cuando viven en instituciones residenciales. La mitad de las muertes ocasionadas por la pandemia se han producido precisamente en residencias de personas mayores.
Pudimos creer que era un efecto coyuntural de la brutalidad de la pandemia sobre unas sociedades que no estaban preparadas para encajar semejante desastre. Sociedades cuyos gobiernos habían cedido demasiado terreno a la iniciativa privada, abandonando a su suerte a muchos ciudadanos y ciudadanas, especialmente los más débiles.
Pero no, hay algo más que lo coyuntural, hasta el punto de que organizaciones como Amnistía Internacional hayan denunciado las violaciones de Derechos Humanos en las residencias durante la pandemia. El derecho a la salud, el derecho a la vida, a la no discriminación, al respeto a la vida privada y familiar, el derecho a una muerte digna.
El Dios en quien no creo era el título del libro de Juan Arias que leí allá por los años setenta. Y es la frase que se me vino a la cabeza cuando escuché las palabras de la presidenta madrileña durante la inauguración del Belén navideño en la Puerta del Sol. Un discurso plagado de conceptos como Occidente, cristianismo, Dios, hombre, Cristo, Epifanía, raza, sagrado, universal.
Ni tan mal para una mujer cuya vocación es la información y comunicación política y que ha confesado, en un ataque de sinceridad, o de publicidad,
-Perdí la fe a los nueve años.
Como una muñeca autómata de gestos mecánicos, encantada de haberse conocido, la oradora repite deslavazadas e inconexas formulaciones aprendidas, escuchadas, memorizadas, ensayadas una y otra vez ante un espejo,
-Por el nacimiento de Cristo medimos los siglos,
o bien,
-En el mundo en el que otros tiempos era cristiandad y hoy llamamos Occidente, a diferencia de las sociedades colectivistas cada uno es insustituible y nadie puede quedarse atrás.
Todo un vademécum, un correlato de instrucciones básicas y elementales de política retro, que llenan de orgullo a una parte de la sociedad española, la que perdió todas las guerras, menos las que libró contra su pueblo y contra sí misma.