
En estos días fuera del tiempo, en los que vivimos en espacios limitados y restringidos, inmersos en los ciclos vitales, trastornados por el ir y venir de los confinamientos, del desesperado discurrir de las estaciones, se nos han echado encima varios centenarios surgidos de detrás de cualquier efemérides.
Diez años de la muerte de Marcelino Camacho, ciento diez años del nacimiento de Miguel Hernández en Orihuela, o los ciento once del nacimiento de Largo Caballero. Hay muchos más, pero dejadme que los reserve para nuevos artículos y no alargue demasiado éste. Además cada una de estas efemérides convoca en mí recuerdos anclados en mi memoria, tal vez ocultos, pero no desaparecidos.
Marcelino siempre me trae a la mente el hombre sereno, amable, como el viejo maestro que una y otra vez insiste a sus alumnos en la necesidad de aprender, hasta que los chavales descubren, por sí mismos que, efectivamente, hay que aprender cuanto es necesario para vivir y que no se puede andar a la última pregunta, que cuesta dejar de hablar de oídas y aportar algo nuevo que sea mejor que permanecer callado.
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