Un 25 de abril, hace 50 años

El 11 de septiembre de 1973, estaba en los inicios del curso, aquel al que llamaban COU (Curso de Orientación Universitaria). Mi curso era vespertino y saltando entre los pupitres fue corriendo la noticia del golpe de estado perpetrado por los militares chilenos contra su gobierno, presidido por Salvador Allende.

La vía democrática al socialismo caía víctima de las intrigas de los dirigentes estadounidenses, el presidente Nixon y su Secretario de Estado Kissinger, que financiaron el golpe de estado del general Pinochet. El tal Nixon estaba ya embarcado en su irremediable viaje hacia la renuncia a la presidencia a causa del escándalo Watergate.

Por su parte, el tal Kissinger, pilotaba todas las guerras sucias, los asesinatos, las torturas, las desapariciones, en aquella América Latina, a la que consideraba el patio trasero de los Estados Unidos, según la Doctrina trazada por el presidente Monroe.

Sin embargo, ese mismo año, Kissinger recogió el Premio Nobel de la Paz, por el “meritorio” gesto de comenzar a admitir la derrota de sus fuerzas imperiales en Vietnam. Le fue concedido junto al mandatario vietnamita Le Duc Tho, que, al contrario que él, tuvo la dignidad de rechazar el premio argumentando que la paz aún no había llegado a su país.

La vía democrática al socialismo, se definía como el acceso de la izquierda al gobierno renunciando a la lucha guerrillera, al foquismo revolucionario, cuya expresión fueron  algunos movimientos guerrilleros como el protagonizado por el Ché Guevara en Bolivia. La diferencia entre ambas opciones la  expresaba muy bien Victor Jara, cuando cantaba su admiración por Cuba, al tiempo que dejaba claro que,

-Como yo no toco el son
pero toco la guitarra,
que está justo en la batalla
de nuestra revolución,
será lo mismo que el son
que hizo bailar a los gringos,
pero no somos guajiros,
nuestra sierra es la elección.

Sus armas estaban en las urnas… pero no pudo ser, no les dejaron que fuera. Aquellas terribles decisiones de los que se consideraban dueños del mundo condujeron a una avalancha de golpes de estado militares y a la instauración de regímenes dictatoriales por toda Latinoamérica. De Chile a El Salvador, de Nicaragua a Brasil, de Argentina a Bolivia y a Perú, Uruguay, o Paraguay.

Los pueblos entendieron que, cercenada la vía democrática, la lucha guerrillera se convertía en el único camino. Un camino regado durante décadas con sangre, dolor, muerte, sufrimiento. Fue triste aquel septiembre de 1973, para cuantos en España esperábamos las más pequeñas señales que nos permitieran concebir alguna esperanza de que la libertad terminaría llegando.

Pero eso cambió de nuevo cuando el 25 de abril del año siguiente, sin que hubiera acabado aún el curso, nos enteramos de que en Portugal unos militares salían de los cuarteles, ocupaban las calles, las plazas, las instituciones, entraban en las cárceles de la policía política, la temible PIDE y derrocaban una dictadura que se encaminaba decididamente hacia los 50 años de negación de la libertad.

La dictadura salazarista del Estado Novo, dirigida en aquellos momentos por Marcelo Caetano, se había convertido en un aparato viejuno, empeñado en mantener sueños imperiales en Angola o Mozambique que condenaban al ejército y a los jóvenes portugueses a un esfuerzo imposible, a una sangría interminable.

Cartas de la guerra. Correspondencia desde Angola, la preciosa novela de Antonio Lobo Antunes y la hermosa película del mismo nombre, dirigida por Ivo Ferreira, son buenas muestras de la desesperante situación a la que se enfrentaba el pueblo portugués en aquellos días.

Ya en marzo una intentona militar había  pretendido hacer saltar por los aires la dictadura, pero su fracaso condujo al endurecimiento de la persecución en el seno de las fuerzas armadas. Aquella noche del 25 de abril, sin embargo, cuando Radio Renascença comenzó la retransmisión de Grandola, Vila morena, la prohibidísima canción de Zeca Afonso, todo fue distinto.

El comandante Otelo Saraiva de Carvalho actuó de forma decidida desde su puesto de mando en Lisboa y, en un goteo constante, los cuarteles de todo el país, se fueron sumando al golpe. Salvo por la reacción violenta de la policía política, las muertes fueron muy pocas.

Las mujeres y los niños colocaban flores en las bocanas de los jóvenes soldados y aquello terminó dando nombre a la Revolución de los Claveles. Sabíamos que una situación similar en España, pese a la creación de la Unión Militar Democrática (UMD), era muy improbable. Sabíamos que nuestro camino habría de ser otro, pese a la cercanía de la muerte del dictador y el agotamiento del régimen.

Continuaron los fusilamientos, la represión y el dictador murió entubado en una cama y dictando sentencias de muerte. Los militantes del FRAP y ETA ejecutados en Hoyo de Manzanares el 27 de septiembre de 1975, fueron el último acto sanguinario del moribundo dictador. Aún después de su muerte siguió matando con armas enarboladas por sus secuaces, pero todos sabíamos que la libertad era ya imparable. El asesinato de los Abogados de Atocha el 24 de enero de 1977 cerró con sangre las puertas a cualquier vuelta atrás.

Desde aquel 25 de abril de 1973, supimos que teníamos una deuda impagable con Portugal. Que, pese a ese vivir de espaldas que ha caracterizado en muchas ocasiones nuestras vidas como pueblos, nuestros destinos estaban unidos y que el futuro de la península también tenía una única voluntad de libertad y el color de los claveles.

Éramos muy jóvenes, no habíamos entrado en la universidad, no teníamos trabajos estables, pero aquellos claveles, aquella Vila Morena, aquel impulso libertario, se instalaron para siempre entre nosotros. Merece la pena recordarlo 50 años después.

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