Todo el mundo se afana por encontrar el camino que conduce al futuro. Un futuro incierto, inestable, amenazador, pero futuro al fin. En todos los rincones del mundo, pensamos que el atractivo turístico es la clave que nos permitirá poner en marcha el motor que nos ha de llevar a un futuro de empleo, desarrollo económico y bienestar de las personas y sus familias. En España el turismo va camino de generar más de un 12 por ciento del PIB nacional, superando los 160.000 millones de euros de actividad y creando cerca de 3 millones de empleos. La llegada del COVID supuso un duro golpe para el sector, pero la salida de la pandemia ha producido una acelerada recuperación que ha aportado el 61 por ciento del conjunto del crecimiento económico español en el último año. La historia del turismo es larga en nuestro país. Fuimos desde siempre un país exótico y atractivo para escritores, pintores y músicos de toda Europa. Una historia que se acelera desde que el franquismo optó por enviar españoles fuera de la patria para traer dinero fresco, divisas, moneda extranjera que equilibrase nuestra deficitaria balanza de pagos. Una operación política y económica del desarrollismo que se vio acompañada de la conversión de nuestras playas en balnearios baratos para extranjeros, especialmente para los alemanes, nórdicos, e ingleses, que no pueden contar en sus países con el sol, el agua caliente y la diversión garantizada que aquí podemos ofrecerles. El turismo de masas y a menudo de borrachera, los abrevaderos multitudinarios, las construcciones a pie de playa, se convirtieron en el otro poderoso motor de nuestro crecimiento económico. De allí salieron los dineros para pagar un desarrollo económico desequilibrado y descompensado, a falta de un desarrollo de los derechos civiles. Más tarde los nativos de interior también quisimos tener casita en la playa. Era aquello todo un símbolo, una demostración palpable, de la buena salud financiera de cada familia. Desde entonces y salvo momentos excepcionales como la pandemia, el negocio turístico no ha hecho sino crecer. Si en 1960 nos visitaban algo más de 6 millones de turistas extranjeros, en el 1970 se habían multiplicado por 4 y en 1990 eran ya más de 50 millones y casi 75 millones en el 2000. Justo antes de la pandemia ya nos visitaban más de 83 millones de visitantes al año. Cifras a las que volvemos a acercamos paulatinamente en los dos últimos años. Tal vez debimos tomar nota de las consecuencias que tendría un crecimiento tan brutal del turismo. Tal vez deberíamos haber tomado en cuenta los riesgos que comportaba poner todos los huevos en la misma cesta, la de la especulación y la borrachera del dinero circulando por las autovías costeras. Hemos superado crisis como la provocada por el sistema financiero en 2008. Hemos salido de la crisis que trajo la pandemia y nos empeñamos en volver a repetir la fiesta y el desparramo, como si el cambio climático no existiera y
como si fuera normal el hecho de que la mitad de la humanidad (más de 4000 millones de personas) tome un avión cada año. Acabo de escuchar en la radio que los científicos de la NASA nos advierten de que nuestro país superará pronto el record de los 50 grados centígrados. La explicación es que los gases de efecto invernadero provocan este calentamiento y, puesto que seguimos emitiendo gases a la atmósfera, no hay razón para pensar que las temperaturas no van a seguir subiendo. La consecuencia será que las olas de calor serán más frecuentes, lo cual no impedirá que las nevadas puedan ser a la vez más intensas, al tiempo que las playas se nos irán quedando sin arena y las urbanizaciones cercanas a la costa sufrirán frecuentes inundaciones. De nada parecen servir las cada día más frecuentes movilizaciones de una ciudadanía que ve venir el desastre, que ve sus barrios y sus pueblos convertidos en lugares inhabitables, a golpe de gentrificación, gentificación y turistificación. Conceptos que podríamos resumir en mantener y empecinarse en un modelo incompatible con el desarrollo humano, insostenible, depredador y que conduce al colapso previo a la extinción. Lo del nuevo modelo productivo, nos queda muy lejos por el momento, pero nadie quiere verlo, porque los humanos no vemos lo que tenemos ante nuestros ojos, sino lo que queremos ver No querremos verlo, pero es lo que hay. Vivimos en el filo de una navaja como si nada.
La pandemia desbordó cualquier previsión de las instituciones y organizaciones sanitarias internacionales. Los grandes consorcios farmacéuticos inventaron en tiempo record vacunas que algunos expertos no consideraban auténticas vacunas y no pocos gobiernos han aprovechado la pandemia para adoptar nuevas formas de control social.
Las sociedades han padecido los efectos de la COVID19 con estoica resignación, pero han sido nuestros mayores los que han sufrido con mayor intensidad el golpe de la enfermedad y la mayor parte de las muertes que se han producido.
Los postulados defendidos por la gerontofobia que se ha apoderado de nuestras sociedades, intentan legitimar el inteolvido, que hagamos luz de gas, que ignoremos cómo miles de personas mayores fueron condenadas a morir en los peores momentos de la pandemia.
Los responsables de tales desmanes no pasarán por los tribunales y hasta reciben el aplauso, en forma de votos, de millones de españoles que quieren olvidar cuanto antes los desastres recientes y volver a la fiesta aunque esa fiesta ya nunca sea la misma.
Llevamos más de tres años a cuestas soportando la enfermedad de la COVID-19, o del COVID-19. Años en los que hemos vivido una pandemia que ha justificado la adopción de medidas de confinamiento masivo, prohibiciones de viajes, uso forzoso de mascarillas, adopción del teletrabajo y uso indiscriminado de medios informáticos para realizar todo tipo de trámites.
Si queríamos jubilarnos, cobrar el paro, realizar una gestión bancaria, comprar, estudiar, mantener una reunión con los compañeros de trabajo, atender a un cliente y hasta tener una cita con un médico, no quedaba más remedio que tirar de portátil, tablet, teléfono, PC tuneado con cámara y micrófono y adentrarse en un mundo nuevo y desconocido.
Saben los psicólogos, los pedagogos, los sociólogos, desde hace mucho tiempo, que en muchas ocasiones aquello que es disfuncional termina funcionando. Disfuncional, por definición, sería todo aquello que no funciona, que no cumple la misión para la que fue creado. Sin embargo, hay muchas parejas, muchas familias, muchas organizaciones, instituciones, que siguen funcionando, pese a ser claramente disfuncionales.
Vamos terminando el primer trimestre del curso escolar y los empleados públicos, aquellas personas que han superado unas pruebas arduas y complicadas que les habilitan para desempeñar una función pública, perciben cómo las autoridades ejercen la disfuncionalidad sin complejos y como si esa fuera su misión y el sentido de su existencia.
No sé si fueron las 200.000 personas que dijo la Delegación del Gobierno, o las 670.000 que nos contaron los convocantes. Probablemente ni lo uno ni lo otro. Tal vez una cifra intermedia. Pero lo cierto es que este domingo Madrid vivió una de esas manifestaciones que se recuerdan durante años, de las que permanecen en la memoria de la ciudadanía.
El que esto ocurra no tiene que ver con quién gobierna, con quién ejerce la oposición, ni tan siquiera con los convocantes de la manifestación. Tiene que ver, más bien, con un momento en el que el malestar creciente alcanza un límite que hace que el vaso se desborde.
La pandemia ha tenido algunas consecuencias positivas, por extraño que pueda parecer que de tanto desastre emane algo positivo. Quienes hemos padecido los procesos de confinamiento, amenazas de contagio, pérdidas de familiares y amigos cercanos, vacunaciones masivas, revacunaciones masivas, hemos recordado el valor de la vida humana y la importancia de la ayuda mutua y los cuidados de las personas.
Algo significará que una película como 100 días con la Tata haya merecido el Premio Forqué al Mejor Documental. Sin duda, se ha generado una cierta sensibilidad, probablemente transitoria, con respecto a las personas que viven en soledad, la carencia de asistencia y de cuidados absolutamente necesarios para mantener su calidad de vida.
Así de discretos y prudentes son nuestros mayores. Me siento apartado por los bancos, dice ese hombre de cerca de 80 años que ha recogido cerca de 200.000 firmas en unos pocos días para reclamar un trato más humano en las sucursales bancarias.
Y no es que nuestros mayores no se esfuercen en aprender a bandearse con la nuevas tecnologías. Intentan pillarle el truco al móvil con un esfuerzo inaudito, no tocar teclas que desactivan el sonido, o que lo dejan comunicando durante horas. Intentan por todos los medios cumplir a rajatabla el principio de nuestro recientemente desaparecido Joan Margarit,
-Esto consiste en vivir, reproducirse y molestar lo menos posible.
La pandemia ha demostrado que, pese a los esfuerzos de gobiernos como el de Aguirre y sucesores por debilitar la sanidad pública, el sistema sanitario ha sabido responder, contener y amortiguar buena parte del impacto de la COVID-19 sobre la ciudadanía.
Han existido situaciones dramáticas, especialmente en las residencias, pero también en el colapso de la asistencia hospitalaria, o en las dificultades experimentadas para mantener el ritmo de diagnósticos, tratamientos y operaciones, lo cual ha contribuido a que las listas de espera hayan aumentado y que muchas personas hayan sufrido retrasos letales al no diagnosticarse con rapidez sus enfermedades.
El virus salió de China. Nadie creyó que fuera a avanzar tan rápido. Nadie pensó que iba a durar tanto tiempo y experimentar variaciones y mutaciones tan imprevistas. Todo comenzó en China, con una opacidad y falta de transparencia que ha permitido el surgimiento de múltiples versiones y teorías de la conspiración.
A continuación, tras la opacidad llegó el egoísmo. Estados Unidos enarboló el lema America First, demostrando una falta de liderazgo mundial cada vez más evidente, restando importancia a la pandemia en lo interno y pensando que las sus efectos se pueden detener en las puertas de cualquier país, obviando que la COVID-19 terminaría pasando y sólo había que intentar saber cuándo. De una pandemia como esta, o salimos todos, o no salimos.